
Durante muchos días, el hermoso velero en el que viajaba Gulliver había navegado plácidamente hasta que, al aventurarse por las aguas de las Indias Orientales, una violentísima tempestad empezó a zarandear el barco como si fuera una cascara de nuez. Impresionantes olas barrían la cubierta y abatían los mástiles con sus velas. Al llegar la noche, una gigantesca ola levantó el barco por la parte de popa y lo lanzó de proa contra el hirviente remolino entre un espantoso crujir de maderas y los gritos de los hombres.
-¡Sálvese quien pueda! – Gritó el capitán.
No hubo ni tiempo de arrojar los botes al agua y cada uno trató de ponerse a salvo alejándose del barco que se hundía por momentos.
Empujado por el viento, cegado por la espuma, Gulliver nadaba en medio de las tinieblas. Pasaba el tiempo y la fatiga hacía presa en él.
“Mis fuerzas se agotan”, pensaba; “no podré resistir mucho”
De pronto, notó que su pie chocaba contra algo firme. Unas brazadas más y se encontró en una playa.
– ¡Estoy salvado! – murmuró con sus últimas fuerzas, antes de dejarse caer sobre la arena. Al punto, se quedó profunda y plácidamente dormido.
Él no podía saber que había llegado a Liliput, el país donde los hombres, los animales y las plantas eran diminutos. Por otra parte, no había tenido tiempo de ver nada ni a nadie. En cambio, los vigías de ese reino sí le vieron a él y corrieron a la ciudad para dar la voz de alarma.
– ¡Ha llegado un gigante!
Inmediatamente todas las gentes de Liliput se encaminaron hacia la playa, no sin temor. Llegaban despacito y, desde lejos curioseaban al grandullón.
– Tenemos que impedir que nos ataque – dijo un leñador-. ¡Vayamos a por cuerdas para atarle!
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